sábado, 23 de noviembre de 2013

Jirueque y vecindades

Carrero Eras, Pedro: Jirueque y vecindades. Viaje interior. Colección “Viajero a pie” nº 9. Aache Ediciones. Guadalajara, 2007. 104 páginas y muchos grabados. Prólogo de Antonio Alvar Ezquerra.

Con ese libro en la mano, uno se hace viajero fácilmente. Te suben de nuevo las ganas de andar, de echarse un viaje que no necesita reservas previas, ni esperas en andenes, ni confirmaciones de etiquetas… se sale de casa con las deportivas puestas, y a subir y bajar cuestas, a mirar horizontes, a perseguir el trámite del sol, con sus colores.

En Jirueque se inicia el viaje

Pedro Carrero Eras es profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Desde que nació va a Jadraque en verano, y a Jirueque en invierno, y a los pueblos de alrededor (“las vecindades”) siempre que puede. Pero donde ha puesto su casa es en Jirueque, donde charla con los vecinos, o se suma a sus fiestas.
Jirueque es lugar antiguo, poblado desde muy remotas épocas, pues se ha encontrado un castro celtibérico de la Edad del Hierro en el lugar del Llano Castellano. No nos habla Pedro Carrero en su libro de viajes de esta historia, o de las andanzas de los López de Orozco entre sus calles, ni describe los edificios con que se encuentra cada vez que llega a la villa y trepa por sus calles. No dice nada de ese elemento que es consustancial al ser de Jirueque: el Dorado, el enterramiento alabastrino, medieval, de un cura que lo fue del pueblo.
El autor de esta obra se dedica a caminar, a pensar mientras camina, a hablar en voz alta mientras piensa, a escribir luego. La secuencia de Carrero Eras es sencilla y antigua: mira, encadena lo que ve con lo que sabe, saca conclusiones íntimas, las dice. Recuerda anécdotas rurales según le vienen a la mano (de mayos y de romerías) y las liga con secuencias académicas, como aquella en que don Rafael Lapesa, su viejo profesor, confesaba no saber nada de toponimia… lo que en realidad venía a significar que de toponimia no sabe nadie nada.
El libro de Carrero está escrito en los finales del otoño, y el pleno invierno. Los días cortos, los amaneceres largos, gélidos, el centro del día reconfortado en las solanas por el sol pírrico de mediodía, y el anochecer abrupto, comiéndoselo todo. Hace referencia, en su caminar, a la eternidad de los tiempos, al seguro fenómeno del “dejá vu” que tienen quienes mucho anduvieron, y a la seguridad del viajero que sabe que alguien, hace mucho tiempo, vivió un instante similar, tomando el sol de febrero en un solana, y escuchando música, y alguien lo vivirá de nuevo, cuando hayan pasado cien años, o mil años. Ese “continuum” de la vida, al que no afecta cambio climático ni letanía de sinsabores aneja, es muy propio de los viajeros.

En cada página se acuerda de los olores y sabores de su infancia, parece estar viendo las escenas de segadores en los julios de cuando era pequeño, evoca a su amigo José Luis (el de los Arenas, en Jadraque, con quien cambiaba tebeos del Capitán Trueno, y admiraba su entusiasmo vital con aquellos “y yo más” que soltaba siempre a la puerta de su comercio de sogas y bacalaos), y nos entrega su visión cosmológica y panteista de la naturaleza (muy ecológica, por supuesto, porque todo viajero de campos es ecologista a ultranza) y trata con ello de regresar a su patria, que como en Baudelaire, y en Rilke, y en Delibes, es simplemente la infancia, a la que todos queremos volver cuando se ponen las cosas mal en nuestro torno. Un libro encantador, un amigo de viajes y emociones.

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