sábado, 27 de agosto de 2016

Los Conventos Antiguos de Guadalajara

Francisco Layna Serrano: “Los conventos antiguos de Guadalajara”. Aache Ediciones. Colección “Obras Completas de Layna” nº 6. Guadalajara, 2010. 512 págs. ISBN 978-84-92886-30-2. PVP: 60 €.


Aparte de los dos kilos largos que realmente pesa el libro, encuadernado en tela con estampaciones en oro, y más de 500 páginas en tamaño folio, impreso sobre papel consistente en color, el contenido de la obra es lo más interesante. “Los Conventos Antiguos de Guadalajara” obra de quien fuera Cronista Provincial a mediados del siglo pasado, aparece en esta segunda edición dentro de la Colección “Obras Completas de Layna Serrano”, como número 6 de ellas, y como remate de dicha colección de libros, capitales para el conocimiento de la historia de nuestra provincia, sus personajes y su patrimonio más relevante.
Además de los grabados originales, esta edición, -que respeta escrupulosamente el texto del cronista- presenta una amplia colección de nuevas imágenes, la mayoría a color, rescatando aspectos hasta ahora desconocidos de los 14 conventos que constituyen la esencia de la obra. Se completa con un amplio Apéndice Documental, y el índice de todo cuanto en ella aparece.
De la obra de Layna Serrano poco queda ya por decir que no se sepa: con un lenguaje castizo, una documentación enorme, y una elaboración meticulosa, el que fuera cronista de la provincia elaboró entre 1931 y 1971 una monumental aportación bibliográfica que cuajó en 8 grandes obras a las que se han añadido sus artículos sueltos en revistas especializadas.


Una memoria palpitante


La ciudad de Guadalajara fue, como tantas otras en Castilla, una ciudad conventual, entre los siglos XII (tras la instauración del reino castellano en ella) y el XIX (en que las políticas liberales y desamortizadoras acabaron con prácticamente todo rastro de conventualismo).
Entre los límites de esos siglos, fueron 14 los conventos que surgieron. De todos ellos, tan solo uno queda hoy vivo y en pie, ocupado de la misma comunidad para la que fue creado: el convento de San José, de monjas carmelitas descalzas, del que luego haré breve semblanza.
Del resto de los conventos creados, nada queda, aunque sí los edificios de algunos, transformados en iglesias parroquiales o destinados a otros menesteres: el de San Francisco está viendo, tras pasar al Ayuntamiento, renovado y restaurado su interior, que durante 150 fue dedicado a cuartel y Gobierno Militar; los de dominicos y jesuitas son hoy iglesias parroquiales de San Ginés y San Nicolás, respectivamente. Los de las bernardas, las jerónimas, las concepcionistas de San Acacio, los franciscanos de San Antonio, los hermanos de San Juan de Dios y algún otro, desaparecieron por completo, incluso físicamente. Y de los carmelitas de la epifanía quedó en pie todo, convento e iglesia, aunque hoy ocupado por franciscanos y religiosas concepcionistas. Las clarisas solo conservaron el templo (hoy parroquia de Santiago), y las franciscanas de la Piedad tuvieron como herederos a la Diputación Provincial y luego al ministerio de Educación y ciencia, convirtiendo su viejo palacio de Mendoza y su templo de La Piedad en dependencias del Instituto de Educación Secundaria “Liceo Caracense”
En su libro, Layna no trata de otros conventos y comunidades religiosas que han llegado a asentar y ser clásicas en la ciudad, como las Adoratrices sobre la fundación de María Diega Desmaissiéres, duquesa de Sevillano, o las Hermanas de los Ancianos Desamparados, en la Concordia, o las Francesas y las Anas en enseñanza, o las religiosas de San Vicente Paul en la asistencia sanitaria: consideró estas órdenes, nacidas en el siglo XIX con una proyección social y evangelizadora muy neta, como “no antiguas” y por lo tanto ni sus historia ni sus edificios han cabido en este libro.
Lo interesante de esta obra, magnífica por el aspecto y por el contenido, que viene a ser esencia de la historia de Guadalajara, es el nacimiento de cada Convento, el arte que en él tuvo cabida, los personajes que dieron sus dineros para que creciera, las monjas y los frailes, algunos linajudos y otros eminentes, que los poblaron: una secuencia histórica, en fin, que abarca siete largos siglos de la historia local, y que ahora van a tener posibilidad de leer y recordar cuantos se interesan, aunque sea superficialmente, por los avatares pretéritos de Guadalajara.
Verán así descritas, con el castizo lenguaje de Layna, figuras como las infantas Isabel y Beatriz, hijas del rey Sancho IV y María de Molina, o la de doña María Fernández Coronel, fundadora de las clarisas, y mujer con arrestos como pocas en toda la historia de la ciudad. Sabrán de doña Brianda de Mendoza, organizadora proverbial, y de la duquesa doña Ana, devota y fundadora. Recordarán los nombres de tantas jóvenes alcarreñas que acabaron sus días en los conventos, que eran entonces, en pleno siglo XVI, lugar de reunión de la gente diversa que trabajaba y se entretenía, pero que los domingos acababan saludándose y cotilleando a las puertas de las monjas de la Piedad, en Santa Clara, o en el ancho prado delante de Santo Domingo.
Y se asombrará de lo que Guadalajara fue en punto al nacimiento del Renacimiento artístico, de la mano de arquitectos como Alonso de Covarrubias, Lorenzo Vázquez de Segovia o fray Alberto de la Madre de Dios, creadores de modas y avanzados diseñadores de edificios y formas.


El convento carmelita de San José


El único de los conventos que hoy permanecen en pie, vivos y habitados, de los que se historían en este libro de Layna, es el dedicado a San José y ocupado por una comunidad de monjas carmelitas descalzas.
Sito en la calle Ingeniero Mariño, antiguamente llamada de Barrionuevo Baja, es una deliciosa obra del siglo XVII que conserva perfectamente las esencias conventuales de la época. Fue instalado en Guadalajara en 1615, ciudad a la que se trasladó la Comunidad ‑fundada en 1594 por doña Magdalena de Frías‑ desde su primitivo emplazamiento en Arenas de San Pedro. Aquí fueron ayudadas y apadrinadas por los duques del Infantado, título ocupado a la sazón por doña Ana de Mendoza, que cedió unas casas de su propiedad, adquiridas expresamente para este fin, y que además otorgó otras muchas ayudas, acompañadas de fundaciones y donaciones de otras linajudas familias de la ciudad.
El edificio del convento fue levantado entre 1625 y 1644, debiéndose las trazas de la iglesia al arquitecto santanderino, el fraile carmelita fray Alberto de la Madre de Dios, y siendo su constructor el maestro de obras Jerónimo de Buega, construyéndose de nueva planta la iglesia y el frontal del convento, y aprovechándose, reformadas, las casas de los duques para instalar el cenobio.
Sus portadas son sencillas, características de la arquitectura religiosa conventual del momento. El interior de la iglesia es de una sola nave, con planta de cruz latina. Ofrece un gran altar barroco, con buenas tallas, en la capilla mayor, y otros del mismo estilo, algo posteriores, a los lados del crucero. Sobre la pared de la epístola en el presbiterio, aparece un gran lienzo representando la "Transverberación de Santa Teresa", firmado por Andrés de Vargas en 1644, y cerca de él otro gran cuadro en que aparecen retratadas las “tres azucenas de Guadalajara”, jóvenes religiosas que fueron ejecutadas en el verano de 1936 y ahora declaradas beatas por la Iglesia Católica. Una forma de unir antigüedad y tiempos recientes en esta comunidad que sigue viva, felizmente atenta a la evolución de la ciudad en nuestros días, y a la que en palabras de los editores del libro, va dedicada la obra como prueba de admiración por su perseverancia.

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